lunes, 18 de abril de 2011

El asco en las entrañas

el ingenio popular y la redefinición del
slogan de campaña del pro
     ¿Por qué alguien escribe una consigna en una pared cualquiera? Me refiero a alguien anónimo, que no persigue fines propagandísticos ni económicos.
     ¿Qué fuerza lo compele a ignorar aquellos mandatos que igualan la pulcritud cuartelaría de los muros con la educación y las buenas costumbres?

     En épocas en que cercos, columnas y  cualquier objeto estático se convierte en soporte de campañas publicitarias que ensalzan candidatos gnotos o ignotos; que  anuncian artistas bailanteros y de todo otro género y laya; cuando cada afiche o pintada lleva como remate la firma de la bailanta, club o agrupación política que los sustenta,  y hasta suele incluir la de las organizaciones y empresas asociadas de alguna manera al mensaje exhibido; cuando cada una de esas expresiones hacen públicas consignas tendientes a obtener un beneficio determinado en base a sus  particulares intereses,  a punto  tal que a veces ni siquiera el líder de la cuadrilla responsable de la pegatina o  pintada en cuestión renuncia a estampar su firma al pie de su obra, la pregunta acerca de cuál es la fuerza motivacional que impele a un particular a colgar  sus anónimas palabras  en semejante paisaje propagandístico se convierte en una oportunidad para la reflexión.
    
     Hace ya muchos años, en 1976 – o en el ’77 quizá -  en un paisaje callejero desprovisto de todo cartel que hiciera alusión a ideas o libertades, alguien escribió anónimamente una consigna.
     En una ciudad vigilada, rastrillada sistemáticamente por fuerzas conjuntas, tal era la definición que la dictadura gustaba darle a sus fuerzas de tareas visibles, en una ochava blanca y fría, en un otoño de alguno de esos dos años alguien se animó a decir algo.
     La imagen de esa inscripción resaltaba desgarradoramente. No por su despliegue caligráfico, ni por la abundancia conceptual, ni por una retórica ingeniosa, sino por su terrible laconismo.
     Sin firma de agrupación política alguna; absolutamente anónima y sin el mínimo de despliegue organizativo que hubiese denotado el uso de al menos  un tacho de pintura, la inscripción en la pared era un índice de la soledad, el miedo y la impotencia de su autor.
     Pero, ¿quién sería ese autor? No sé por qué siempre me lo figuré como alguien muy joven –como yo lo era por entonces y en razón de esa misma asociación - con un lápiz Faber número dos escribiendo presurosamente antes de que volviera a pasar por allí la patrulla de las fuerzas conjuntas.
   Sin embargo, bien pudiera haber sido una persona mayor, de trazo torpe por una mano endurecida en los trabajos pesados; o una mujer de mano liviana, luchando con la rugosidad de la pared que obstaculizaba el desplazamiento de la escritura; o vaya a saber quien…
     Pero el asunto es qué  motivó a esta persona a exponerse en una acción tan arriesgada en aquellos tiempos. ¿De dónde venía su impulso? ¿Sería una víctima? ¿Un familiar? ¿Testigo de algo horroroso? ¿Estaba siendo presa del odio? ¿Del dolor? ¿De la impotencia? ¿De una mezcla de todos estos sentimientos? O tal vez sólo fuera alguien tan lúcido que necesitó decir lo que pensaba en un momento donde el silencio era salud.
     Como fuere, había algo para decir que provenía desde las entrañas y debía ser  dicho. Sin encuadres ni especulaciones de ninguna clase. Sólo porque alguien tenía que enrostrarlo, aunque sólo fuere en la humildad de una ochava. Y el hecho de ser un mensaje anónimo lo  volvía más potente aún, al liberarlo de cualquier intencionalidad del posible firmante.
    
     Una vez pasados los años sangrientos, aquella burguesía asociada a los genocidas debió ponerse a trabajar personalmente en la defensa, ahora desembozada, de sus privilegios. 
     Sin botas ni pistolas que hagan los deberes sucios, devenidos políticos, los hijos y entenados de las familias pro-fascistoides  muestran una grosera torpeza y una  lastimosa ignorancia en cuestiones relacionadas con la gestión de un mundo poblado por  gentes  de carne y hueso, cuyo dolores y anhelos escapan a la comprensión de sus escasas luces cultivadas en algún criadero educativo de alto precio.
     Las declaraciones xenófobas  - y la actitud - del jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ingeniero Mauricio Macri, con motivo de los conflictos del Parque Indoamericano y el Club Albariño son una muestra de la supervivencia en estos sectores de  una mentalidad dictatorial y, por ende, de una atrofiada capacidad para un pensamiento verdaderamente democrático.

      Treinta y cinco – o treinta y cuatro- años después de aquellos días de fortuito silencio, el paisaje urbano se encuentra profusamente poblado de afiches, carteles y pancartas, de todos los tamaños, colores y contenidos. Reclamantes de derechos, reclamadores de confianza, creíbles o descreíbles, con firmantes probos o ignominiosos, según el parecer de cada transeúnte.  
     Sin embargo, cuando ya no existe la prisa de la clandestinidad ni el riesgo de firmar un pensamiento, alguien vuelve a escribir una leyenda en una pared cualquiera; otra vez anónimamente, sin pretender  agua alguna para molino alguno. Sólo por decir lo que hay que decir. Eso que viene desde muy adentro. Eso que puja por salir, entre un cúmulo de sentimientos. Eso que brota desde las entrañas, quemante, y que acaso no sea otra cosa que una catarata incontenible de asco.
    
     Hace más de treinta años una mano presurosa escribió en una ochava de un barrio platense la consigna

MILICOS ASESINOS

     En estos días, ahora en aerosol, alguien escribió en la calle Montevideo

MACRI RACISTA

     Continuidad la de ellos. Pero también, por suerte, continuidad la de la  gente que sin pretender ninguna clase de notoriedad sigue poniéndole en la cara a estos tipos todo el  asco de sus entrañas. Aunque ni Videla ni Macri se enteren jamás de la existencia de esta acción. Pero que de todos modos hay que hacer. Porque el que escribe sí lo sabe. Y nosotros también.

No hay comentarios:

Publicar un comentario